El 21 de diciembre de 2010, la asamblea general de las Naciones Unidas, en virtud de la resolución a/res/ 209, expresó su preocupación por el aumento de las desapariciones forzadas en diversas regiones del mundo, decide declarar el 30 de Agosto día internacional de las víctimas de desaparición forzada.
La desaparición forzada no sólo es un crimen, sino un acto que niega la esencia misma del ser humano y es contraria a los más profundos valores de cualquier sociedad.
La desaparición forzada se usa a menudo como estrategia para infundir terror en los ciudadanos; la sensación de inseguridad que ésta práctica genera, no se limita a los parientes más cercanos del desaparecido, sino que afecta su comunidad y al conjunto de la sociedad.
Este hecho se ha convertido en un problema mundial, lo que en una época fuera producto de las dictaduras militares, hoy en situaciones complejas de conflicto interno han cobrado vigencia como método de represión política de los oponentes; ante ésta situación, se debe prestar especial atención a los grupos de personas vulnerables como los niños y las personas con discapacidad.
¿Pero a quién afecta éste hecho?
Especialmente a las víctimas que son torturadas y temerosas de perder la vida, a los miembros de la familia que viven una incertidumbre por no saber la suerte corrida por sus seres queridos y , si la muerte no es el desenlace final y una vez terminada está pesadilla las víctimas pueden sufrir durante largo tiempo cicatrices físicas, psicológicas y morales; forma de deshumanización y brutalidad que con frecuencia les acompaña.
Ante esta dolorosa realidad, Monseñor Joselito manifiesta que: “las desapariciones forzadas son un grave y terrible problema que las autoridades civiles, la iglesia y la sociedad civil en general no pueden ignorar, por eso, es necesario que todos, sacerdotes y laicos en conjunto continuemos comprometidos en la construcción de una sociedad reconciliada y en paz, porque la iglesia debe permanecer siendo ese espacio de acogida, de esperanza, de acompañamiento y de buen samaritana, donde el dolor de las familias se vea reconfortado y restaurado por la luz del evangelio, por la caridad sin descanso y la oración”.
María Esperanza Castro Torres
Oficina de pastoral de las comunicaciones
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